Me gusta ganar.
Me gusta hasta tal punto que en las librerías siempre termino curioseando esos libros de motivación que enseñan a canalizar la “energía cósmica” y hacer yoga para recuperar el equilibrio interior. También he aprendido meditación para favorecer el pensamiento positivo y he cultivado toda clase de disciplinas “espirituales”, porque…la confianza hay que buscarla en el interior.
Me gusta ganar, pero la triste verdad es que no dejo de perder.
Lo bueno es que me siento acompañado en la derrota. El fracaso y los objetivos sin cumplir son el pan nuestro de cada día de los deportistas no profesionales. Cierto que entrenamos mucho, pero debemos reconciliarnos con la idea de que la natación no es nuestro trabajo y no le podemos dedicar más que un tiempo limitado. Nos sentimos inseguros en la plataforma de salida, a veces hasta ridículos, y se nota en los resultados. Marcamos los mismos tiempos durante meses (que a veces son años), y cometemos los mismos errores estúpidos una y otra vez.
Una vez encontré un libro que se llamaba “El arte de ganar”. Ese día no tenía ninguna gana de estudiarme el volumen para descubrir el secreto del éxito, pero me vino a la mente una pregunta clave: si ganar es un arte, ¿no debería serlo también perder?
Nos hemos convertido en verdaderos expertos en convertir cualquier logro insignificante en una victoria digna de las olimpiadas, pero ¿somos igual de diligentes a la hora de aceptar la derrota? ¿Sabemos salir del agua, después de perder, asumiendo el resultado?
A todo el mundo le gusta el aroma embriagador del triunfo, pero ¿no es también una victoria aprender a sacar lecciones útiles de las derrotas?
Pues debería, porque perder es un arte y volver a zambullirse, a pesar de todo, con una sonrisa en los labios, también.